Carta introductoria a "La pasión en el cine. Las mejores películas románticas"


Querida lectora, querido lector:

Casi todos nosotros hemos sido rozados alguna vez por una mirada, una palabra, algún fragmento insustancial divino que, en cuestión de segundos, ha conseguido expandir el tiempo, borrar los límites del espacio, y abrirnos al deseo desaforado, el amor por la belleza, la dulzura de una ilusión. Y la mayoría hemos visto desaparecer el sueño en una fracción de segundo, cuando la brasa incandescente se solidifica en ceniza, o aplaca la sed una ráfaga de aire helado. Entonces, sólo entonces, nos hemos atrevido a emborronar un folio con una letra o una lágrima.

Tras un encuentro inesperado, un viaje imprevisto, un desvío inconsciente de nuestro camino habitual; a la vuelta de un atajo, del paso en falso, de la tentación por lo desconocido; lejos de los seres y objetos habituales que conforman su cotidianeidad, hombres y mujeres de existencias anodinas son sacudidos por una fuerza poderosa, inexorable, bajo las nieves de Suecia o Dinamarca, en las selvas de Kenia o El Congo, el desierto del Sahara, la inmensidad del Atlántico; una granja de la América profunda, los rascacielos de Manhattan, las calles de Madrid, una imprenta de Kioto, los laberínticos canales de Venecia: el viaje a través de las emociones es, a menudo, también geográfico; el decorado sofistica el romance, lo imbrica en el cine de aventuras, el melodrama, la comedia, el cine negro, diluyendo la noción genérica en la temática. Sea cual sea el escenario escogido, e ilustrando mejor que cualquier otro arte la evolución de los sentimientos en el último siglo, el cine registra la pasión en cuanto estado especial del ser, de arrobamiento y regocijo del espíritu, deleitándose con la experiencia zozobrante de quienes beben el filtro mágico -según la célebre leyenda de Tristán e Isolda- y se someten a los dictados irracionales del deseo, obviando las razones; quienes sólo muertos para el mundo celebran la intensidad de su amor, empujados por una ciega certeza en su voluntad, arrastrados por una fuerza ajena que los supera -capaces de los actos heroicos más encomiables, los sacrificios más valiosos, las traiciones más sublimes-, insuflados de una fuerza de actuación sobrehumana, aunque vulnerables al riesgo de pérdida de un amado cuya carne se confunde, en el placer y en el dolor, con su propia carne. "Si volviéramos a casa paseando por un puente, y una persona se estuviera ahogando ¿tendríamos valor, tendría alguno de nosotros valor para tirarse al agua helada y salvarla de la muerte?", reflexiona Ike (Woody Allen) en Manhattan (1979): los amantes que gozan y padecen la pasión serían capaces de tirarse al cráter de un volcán, no con el fin de salvar a alguien o guarecerse de sus propias almas, sino para perderse, en un acto gratuito y egoísta, entregando sus cuerpos a la lava, con tal que esta fuera inextinguible.


Las historias de amor pueden parecer más complejas o inflamadas, trágicas o audaces que las de la vida sólo como resultado de una ilusión óptica o una falsa perspectiva: el arte no sería tal si se limitara a plagiar a la naturaleza; sin el doble esfuerzo de superar la realidad, recreándola, configuraría una mala copia o un esquema barato del original. El actor Joseph Cotten relata en su Autobiografía una anécdota respecto al rodaje de Jennie (1948), de William Dieterle, que ilustra esta hipótesis: con el propósito de preparar su papel del pintor protagonista, a Cotten se le aconsejó visitar a Robert Brackman, célebre artista encargado de elaborar el retrato de Jennie para la película, con Jennifer Jones como modelo. El actor puso toda su atención en memorizar las extrañas posturas y ademanes bruscos de Brackman durante las sesiones intensivas compartidas por ambos en el estudio; mas al regresar a Hollywood, y ponerlos en práctica en el plató, sólo obtuvo críticas y burlas de los expertos ante la sucesión de gestos nerviosos y desmesurados, más ridículos que convincentes al ser plasmados por la cámara. Cotten debió empaparse de los modelos teóricos, la normativa clásica del lienzo y el pincel, y alejarse del artista individual, para que su interpretación evolucionara de la parodia al estereotipo. (Durante el rodaje de Niágara (1953), de Henry Hathaway, frente a las prodigiosas curvas de Marilyn, y su especial combinación explosiva de candor y provocación, el actor volvería a tener la impresión de que era la naturaleza quien imitaba al arte).

Tanto en el cine como en la vida la historia de un corazón apasionado es sencilla: el descubrimiento del anhelo y la imposibilidad de su realización, a causa de una serie heterogénea de obstáculos: la negativa de los amados -desdeñosa Lola-Lola en El Ángel azul (1930), de Joseph von Sternberg, y olvidadizo Stephan en Carta de una desconocida (1948), de Max Ophüls-; la oposición de los padres en Esplendor en la hierba (1961), de Elia Kazan, o El Graduado (1967), de Mike Nichols; los prejuicios sociales o raciales en West Side Story (1970), de Walter Hiller; la ligazón conyugal en Breve encuentro (1945), de David Lean, y en Los puentes de Madison (1995), de Clint Eastwood; la dificultad para conciliar el amor con la realización de la mujer en Gertrud (1964), de Carl Theodor Dreyer. Si bien el mayor obstáculo, el único insuperable, sea la muerte, de La Strada (1954), de Federico Fellini, a Rompiendo las olas (1996), de Lars von Trier; desde Love Story (1971), de Walter Hiller, hasta Tierras de penumbra (1993), de Richard Attenborough. No obstante, ésta también puede simbolizar la unión definitiva de los amantes en otra dimensión, el más allá convertido en verdadero fuera del mundo de Cumbres borrascosas (1939), de William Wyler. Cada historia de amor encierra una única lección, abocada a un fin, sea real o metafórico: una despedida para siempre o el regreso a una rutina castradora. Nuestras vidas son como guiones incompletos, que van a morir en un gran plató. Detrás del plató, las palabras se convierten en letras y voces reales, las imágenes en hombres y mujeres de carne y hueso. Desde el otro lado de la pantalla, la realidad y el simulacro se transparentan, se proyectan mutuamente, insinuándose en el cúmulo de casualidades felices y fructíferas convergentes en la realización de una película.

Del Hollywood de la etapa muda, dorada, clásica y moderna, numerosas superproducciones están destinadas a hacernos sonreír y llorar, sobre todo soñar, junto a hitos del cine independiente, argumentos impregnados de las personales obsesiones de sus creadores; parejas más allá de la ficción como Greta Garbo y John Gilbert, Humphrey Bogart y Lauren Bacall, Nathalie Wood y Warren Beatty, Woody Allen y Diane Keaton, Tom Cruise y Nicole Kidman (tras cada película de amor se esconden otras historias de amor);  directores y musas inseparables -Marlene Dietrich y John Sternberg, David O'Selznick y Jennifer Jones, Roberto Rossellini e Ingrid Bergman, Federico Fellini y Giulietta Masina, John Ford y Maureen O'Hara, Liv Ullmann e Ingmar Bergman, Pedro Almodóvar y Carmen Maura-, forjadores de sombras proyectando sobre sus musas la luz de la belleza, musas dando aliento y sentido a la obra de sus pigmaliones, poniendo en evidencia que los mismos hechos de dirigir y actuar están íntimamente relacionados con la experiencia erótica y un rodaje representa una aventura amorosa muy particular, donde la aventura sexual no resulta imprescindible.

Las grandes pasiones desembocan en amistades irredentas, una de las formas más sublimes y depuradas del amor, trascendiendo lo tempestuoso para arraigar en las arenas movedizas del tiempo. Tal es el postrer destino de la pasión: cicatrizar en una lealtad sin fisuras; las omisiones presentibles, recriminaciones sordas de una carta.


En una de las exploraciones más hermosas y delicadas sobre el tema de la pasión, Deseando Amar (2000), de Kar-Wai Wong, dos jóvenes se solidarizan por las infidelidades de sus respectivos cónyuges, tomando la firme decisión de "no ser como ellos", pese a la mutua atracción experimentada entre ambos. Durante la visita del protagonista a un templo, se alude a un rito singular: "Los antiguos sabios aconsejan, cuando uno tiene un secreto, hacer un agujero en un árbol y cerrarlo con barro". A veces, las pasiones del cine, alimentadas de fotogramas inolvidables, fuegos secretos -capaces de prender a la mínima chispa, para revivir con todo su esplendor-, evocan un baúl de recuerdos, un hueco acogedor donde los sentimientos pueden descansar en carne viva, a la intemperie, sin peligro de evaporarse con una ráfaga de viento o un suspiro. Las verdaderas cartas de amor, leves, misteriosas, no relatan grandes acontecimientos: pertenecen al territorio de las alusiones secretas, los guiños, las contemplaciones mudas. Entre cada línea hay algo indecible, que sólo se puede palpar; detrás de cada imagen subsiste una verdad oculta; las pasiones más intensas, agazapadas en la sombra de las letras, iluminando los textos, los fotogramas, las almas deseantes:

 "¿Somos nosotros como ellos?”.



Silvia Rins, Carta-Prólogo a La pasión en el cine. Ediciones JC, Madrid, 2002.

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