Maureen O'Hara: la fierecilla indomable de "El hombre tranquilo"

John Ford alternó a lo largo de su carrera la visión áspera y poética de la América mítica del salvaje Oeste con tiernas e irónicas evocaciones de Irlanda. El hombre tranquilo (1952) -“Es la primera vez que intento una historia de amor para adultos”-, relata las peripecias de un ex boxeador norteamericano en el pequeño pueblo irlandés de sus padres, donde se ve obligado, en contra de sus principios, a ganarse a puñetazo limpio el respeto de la mujer a quien ama. El director contó con dos de sus actores favoritos, John Wayne y Maureen O’Hara, pareja que ya había mostrado poseer una química especial en Río Grande (1950). ¿Quién mejor que el héroe épico americano por antonomasia en más de doscientos westerns, el incomparable Duke, para interpretar a ese hombre honesto, arisco y solitario, que decide refugiarse de la violencia en la tierra de sus antepasados? El papel de la protagonista femenina, una belleza pelirroja y salvaje, ingenua e irascible, le viene como anillo al dedo a la irlandesa Maureen O’Hara que, en 1940, tras su debut en Hollywood interpretando a la brava gitana Esmeralda en la película de Dieterle El jorobado de Notre-Dame, sería llevada por Charles Laughton en presencia de Ford a propósito de Qué verde era mi valle (1942), convirtiéndose a partir de este momento en una de sus actrices predilectas. Hay quien asegura que durante el rodaje de El hombre tranquilo Ford soñaba con tener a Maureen entre sus brazos cuando ordenaba a Wayne: “¡Bésala con más pasión!” o “¡Estréchala contra tu pecho con más fuerza!

Sean Thornton (John Wayne), vestido con gorra de golf y gabardina, llega una buena mañana a la estación de Castletown. Cuando pregunta cómo acceder a la localidad de Insfree, entabla una conversación de lo más cómica y absurda con un grupo variopinto de personas que, en vez de responder, se limitan a intervenir con todo tipo de anécdotas y opiniones personales, ilustrando a la perfección uno de los tópicos que corren acerca de los irlandeses, y origen de innumerables chistes por parte de sus vecinos los británicos: su amable entrometimiento y su gusto por divagar. Desde el principio, los nativos observan que el protagonista no parece un turista normal: “no lleva cámara de fotos” ni “caña de pescar” y se dirige a un lugar poco frecuentado por los visitantes ordinarios. En efecto, Thorton no es un extranjero, sino un irlandés emigrado regresando a sus orígenes para quedarse; el idílico escenario donde pasó la infancia tiene el nombre de “Blanca mañana”, y es ahora una pequeña finca medio abandonada donde fundará su nuevo hogar.

Casi de inmediato aparece el amor en la resplandeciente visión de Mary Kate (Maureen O‘Hara), ajustada al tópico de mujer irlandesa: desconfiada, enérgica y testaruda. Por esta solterona de cabello rojizo sobre la cual el cochero (Barry Fitzgerald) bromea diciendo que “es un espejismo provocado por la sed”, Sean debe aceptar una serie de convencionalismos a los cuales está desacostumbrado: solicitar el permiso del hermano de la muchacha e iniciar un cortejo con carabina incluida y estrecha vigilancia, antes de conseguir contraer matrimonio. Mas la paciencia de Sean todavía debe someterse a una dura prueba cuando, tras la boda, el hermano de la novia, Will Danaher (Victor McLaglen) se niega a entregar a ésta su dote de trescientas libras y, ofendida, Mary conmina a su marido a reclamar el dinero y algunas de sus pertenecencias. A Sean, que no da importancia al dinero, tal rogativa le resulta vergonzosa; pero su esposa cree haberse casado con un cobarde, y lo desprecia. En la decisión de no pelear con su cuñado influye, además, un secreto ominoso, averiguado tan sólo por el sacerdote protestante de la comunidad (Ward Bond): después de causar accidentalmente la muerte en el ring a un contrincante, el protagonista decidió retirarse del boxeo bajo la solemne promesa de no volver a golpear. De ahí su rotunda negativa a pegarse, aunque al final tome conciencia del valor moral de esas trescientas libras -en cuanto May Kathe las cobre las lanzará al fuego-; y decida que, si bien no vale la pena luchar por cuatro muebles viejos, una porcelana y un velo de novia, sí es motivo suficiente retener a su lado a la mujer de quien se ha enamorado. La cuestión se zanjará de una vez por todas al enfrentarse Sean a su provocador y celoso cuñado en una pelea seguida por el pueblo entero, que aprovecha para hacer apuestas a favor de uno u otro -no existe en Inisfree, al llegar un asunto personal a oídos del dominio público, el ajuste de cuentas privado-, y tras la cual los dos contrincantes acaban celebrando la reconciliación con una monumental cogorza (“Nunca debe uno fiarse de un hombre que no bebe”, comentaría Wayne, declaración de principios practicada tanto en la realidad como en la ficción).

El prototipo de irlandés fornido, de rostro desmesurado, desaliñado y grosero, cliente fijo de la taberna, recae en la figura de Will Danaher, cascarrabias de rudos modales, mas en el fondo bonachón: suele apuntar a quienes osan llevarle la contraria en una “lista negra” y todo lo arregla a mamporrazo limpio. La mujer arrojada y orgullosa, pero preocupada por salvaguardar su reputación, se encarna en la rica viuda Tillane (Mildred Natwick), a pesar de sus continuos desdenes, enamorada del fortachón y botarate hermano de Mary. Los dos sacerdotes, tanto el católico, gran amante de la pesca y cómplice de las intrigas más mundanas de la comunidad, como el protestante, siempre acompañado de su solícita y parlanchina esposa; el anciano cojo y moribundo que revive al escuchar el anuncio de la esperada pelea; el simpático y sagaz joven independentista (Ford, en un principio decidido a crear una subtrama en torno al IRA, donde involucrar a Sean, acabó presidiendo toda alusión política para centrarse en la recreación costumbrista), son algunos de los personajes secundarios de esta magnífica comedia, cuyos actores llegaron a conformar una gran familia, desde todos los puntos de vista: dos hermanos de Ford, dos hermanos de O’Hara, los cuatro hijos pequeños de Wayne, e incluso el maquillador Webb Overlander, dando vida al jefe de estación, interpretaron pequeños papeles, además de los extras y dobles escogidos entre la población del Condado de Mayo, en Ashford Castle, principal lugar de rodaje.


Ford lleva a cabo esta simpática revisión de tópicos acerca de los irlandeses a través de la perspectiva de un norteamericano, favoreciendo el contraste entre dos formas de concebir la vida o de educar los sentimientos (“Esto no es América, es Irlanda”, se advierte al protagonista cuando pretende casarse con Mary sin el consentimiento del hermano). Así, el individualismo, la paciencia, la liberalidad de las relaciones sexuales del americano urbano, se oponen al peso de la comunidad, la honra, la irascibilidad, o la sumisión de la mujer a un matrimonio aprobado por el padre, o en su defecto, el hermano, propios de la campiña irlandesa. La lección americana, que “endurece y templa”, es confundida con la cobardía por los irlandeses; y la desconfianza de estos ante el progreso se manifiesta en su aversión por el “saco de dormir”, objeto excéntrico, cuestionador de la “hombría”, o en la preferencia de Mary Kate por “el caballo” convencional frente al diabólico “tractor”. Irlanda es concebida como un paraíso perdido no exento de inconvenientes para el hombre forjado en la sociedad de consumo americana; aunque en esa arcadia todavía se respiren inocencia y buenas intenciones, y florezca la camaradería entre los hombres, tema recurrente en el cine de Ford. La película finaliza con un significativo acto de amable solidaridad: el cura católico convocando a sus feligreses -casi la totalidad de los habitantes del pueblo- a aplaudir al obispo calvinista a su paso por el villorrio, en un intento de evitar el traslado del pastor protestante, querido por su inteligencia y humanidad por todo el pueblo.






En El hombre tranquilo, égloga lírica y violenta, delicada y cómica, la pasión de la singular pareja protagonista se enmarca en un fascinante paisaje irlandés de colores intensos, apastelados, luminosos, redescubierto por la meritoria labor fotográfica de Winton C. Hoch: verdes prados y pastos, salpicados aquí y allá de rústicas construcciones con techo de paja; riachuelos donde el agua fluye con placidez, cruzados por arcaicos puentes de piedra; campos rodeados de muros para preservar la escasa tierra fértil que los cubre de la fuerza dispersora del viento; acantilados pronunciados y bahías rocosas presidiendo las carreras de caballos en la playa... una Irlanda teñida de cierto erotismo bucólico, evocación pura de su literatura romántica, cuando en un cementerio ruinoso, y en medio de una fabulosa tormenta, tiene lugar el arrebatado beso con que Sean y Mary se confiesan su amor. 


Silvia Rins, La pasión en el cine, Ediciones JC, Madrid, 2002.
 

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